Él dormía. Ellos dormían. Y ella cuidaba de todos.
Cuando nadie miraba, cuando todos la creían desaparecida. Los arropaba y acariciaba sus mejillas con ternura. Especialmente la de él. La de aquel que lo era todo y nada. El pasado, presente y futuro se unían en su persona, en sus sueños. Y ella lo sabía mejor que nadie. Por eso, antes de despedirse, cada noche, depositaba un dulce beso en su frente.
Nadie miraba, nadie sabía lo que sucedía durante la noche. Pero ella era feliz cuidando de aquellas débiles almas.
Y a la mañana siguiente... volvería a colocarse la máscara de inocencia, la sonrisa despreocupada. Regresaría la niña que no era tal. O quizás el monstruo que desgarraba a quienes osaban acercarse demasiado. Puede que incluso aquella hermosa demente de rostro invertido, cuya voz cantarina hablaba en una lengua que ya nadie dominaba.
Pero las noches... las noches eran suyas. Y de él. Aunque nunca llegaría a saberlo.
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