sábado, 28 de diciembre de 2013

Descongelado

Esa vieja sensación. Tan antigua como el mundo. Al menos, tanto como su mundo.
El chico contempló sus manos. No estaban manchadas de sangre. No había herida de la que pudiese manar. Pero había sentido el dolor agudo, penetrante. Quizás era su interior lo que estaba roto.
Su corazón latía como de costumbre, pero notaba que algo había golpeado inesperadamente el lugar en el que se alojaba. Se sentía como el pájaro que no entiende el motivo por el que su jaula es zarandeada sin motivo.

Aunque había un motivo. El miedo.
No estaba acostumbrado a lidiar con él. Siempre había sido un rumor, algo de lo que los demás hablaban. Casi un mito.
Pero ahora lo experimentaba de primera mano. Y en cierto modo, se sentía feliz. Herido, pero feliz. Siempre se sentía así cuando experimentaba sensaciones que hasta entonces habían estado fuera de su alcance. Se sentía... humano.

Volvió a mirar sus manos. Ahora empezaban a enrojecerse ligeramente, la sangre asomando perezosamente al exterior, como si hubiese olvidado que era su obligación asomar entre las heridas.
Sonrió.

No podía negar que su propia entereza lo sorprendiese. Se sabía fuerte, pero hasta que uno no es golpeado por sus propios límites, no sabe realmente hasta qué punto puede resistir. Imaginaba que era bueno todo este cúmulo de nuevas sensaciones, de aprendizaje sobre el funcionamiento de su propio ser.

La sangre corría ahora libre, purificándolo todo a su paso. Y él era feliz, envuelto en ese confortable dolor. Podía caminar entre su nuevo miedo sin mayor problema. A otras personas el miedo las detiene, congeladas en el tiempo. Pero no a él. Él cada vez estaba más vivo.



viernes, 20 de diciembre de 2013

Ecos de jabón

Los ecos de jabón son diferentes de los ecos de ondas alquitranadas. Eso lo sabe todo el mundo. Todo el mundo que merece estar vivo.
Lo que pocos saben es que los ecos de jabón se contaminan si rebotan demasiado. Se convierten en personajes históricos de tipo tres.

Hubo un tiempo en que no me importaba. El simple hecho de que el sonido regresase a mí era divertido. Pero al final te acabas dando cuenta de que esa pequeña distorsión, inapreciable, estropea el resultado. Imagino que por eso dejé de gritar ante cada caverna.

Actualmente, poca gente consigue verdaderos ecos de jabón. Yo guardo silencio sobre los trucos que facilitan la labor. No hay que poner las cosas fáciles. No cuando cualquiera, con poner un poco de empeño, puede hacerlo.


Mil años ha, existía un detallado manual que explicaba todo el proceso. Sabios de todas las disciplinas colaboraron en su redacción. Y cada año se añadían nuevas anotaciones que convertían la técnica en algo verdaderamente sencillo.
La gente asumió que ese conocimiento iba a estar para siempre disponible y cada vez se esforzaba menos. Se llegó a sugerir que un grupo de voluntarios realizase lecturas en voz alta para que el pueblo no tuviese que leer por sí mismo. De haberse llegado a hacer, no habrían faltado los que hubiesen solicitado que dichas lecturas se hiciesen en sus propios hogares. El frío invierno, ya se sabe. No es bueno salir de casa.

Creo que el propio eco se sintió herido (si es que algo así puede suceder). Como desprovisto de valor. Quizás por eso se ocultó a ojos de todos y se convirtió en un recuerdo del esplendor de antaño.

No desapareció, claro está. De ser así, no habría podido mostrarlos al mundo en tantas ocasiones. Pero sí se volvió huraño, esquivo.
Me siento afortunada por haber dado con él de aquella manera tan tonta, casi azarosa. Y de haberlo conservado a mi lado.
A veces me pregunto si debería hacer como aquellos sabios que intentaron convertir este don en algo universal. Pero entonces soy consciente de que yo no tengo esa alma entregada ni tampoco soy uno de esos sabios. Así que sacudo levemente la cabeza, espantando las ideas altruistas que nunca llegan a clavar sus raíces en la tierra.

Desaparece el tiempo y se funde el universo. Comienza el cántico.

martes, 3 de diciembre de 2013

El plan de cobre

-Debería haber avisado de que iba a llegar tarde, señor Reviruncho.
-Oh, disculpe. Ya sabe cómo son estas cosas. Lluvias inesperadas de suegras orondas y de abogados tiesos.
-Entiendo. Pensaba que los abogados habían quedado ya atrás. Estamos en diciembre, a fin de cuentas.
-El clima nunca ha entendido de fechas. El pasado mes de abril me sorprendió un chaparrón de regaliz mudo. Con eso se lo digo todo.
-En cualquier caso, no permitamos que esta charla nos retrase aún más. ¿Trae lo que le pedí?
-Siete sobres blancos, tres azules y medio jazmín pocho. Una foto de una oruga ligera de cascos y la publicidad del carrefour.
-Estupendo. ¿Y qué hay del sacrificio?
-Realizado con éxito. Atrapamos a la virgen y la obligamos a escuchar aquel horrible disco durante cuatro horas seguidas.
-Dije sacrificio, no tortura.
-Nos ahorró el trabajo. La encontramos muerta poco después.
-Eso nos evita mancharnos las manos de sangre, pero no quiero que se repita. El dios del pantano rosa-anaranjado-más o menos salmón no quiere sufrimiento innecesario.
-Juro por las sandalias de un rinoceronte que no volverá a suceder.
-Bien, vayamos entonces a la cocina.
-¿Ya comienza el ritual?
-No, es que me apetece un café. ¿Quiere uno?
-Oh, sí, por favor. Con mucho azúcar.