sábado, 28 de diciembre de 2013

Descongelado

Esa vieja sensación. Tan antigua como el mundo. Al menos, tanto como su mundo.
El chico contempló sus manos. No estaban manchadas de sangre. No había herida de la que pudiese manar. Pero había sentido el dolor agudo, penetrante. Quizás era su interior lo que estaba roto.
Su corazón latía como de costumbre, pero notaba que algo había golpeado inesperadamente el lugar en el que se alojaba. Se sentía como el pájaro que no entiende el motivo por el que su jaula es zarandeada sin motivo.

Aunque había un motivo. El miedo.
No estaba acostumbrado a lidiar con él. Siempre había sido un rumor, algo de lo que los demás hablaban. Casi un mito.
Pero ahora lo experimentaba de primera mano. Y en cierto modo, se sentía feliz. Herido, pero feliz. Siempre se sentía así cuando experimentaba sensaciones que hasta entonces habían estado fuera de su alcance. Se sentía... humano.

Volvió a mirar sus manos. Ahora empezaban a enrojecerse ligeramente, la sangre asomando perezosamente al exterior, como si hubiese olvidado que era su obligación asomar entre las heridas.
Sonrió.

No podía negar que su propia entereza lo sorprendiese. Se sabía fuerte, pero hasta que uno no es golpeado por sus propios límites, no sabe realmente hasta qué punto puede resistir. Imaginaba que era bueno todo este cúmulo de nuevas sensaciones, de aprendizaje sobre el funcionamiento de su propio ser.

La sangre corría ahora libre, purificándolo todo a su paso. Y él era feliz, envuelto en ese confortable dolor. Podía caminar entre su nuevo miedo sin mayor problema. A otras personas el miedo las detiene, congeladas en el tiempo. Pero no a él. Él cada vez estaba más vivo.



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