Una lenteja asesina

Era noche cerrada, o tal vez semiabierta. El viento aullaba entre las copas de los árboles, llenando la calle de sonidos metálicos. Y es que en Ríobajo del Norte, los árboles eran de acero inoxidable. Y las personas de corcho.

Una rata nihilista asomó los bigotes por la oquedad que conducía a su madriguera. Olisqueó y comprobó que el olor a sangre corría a través del trazado irregular de las baldosas que cubrían la acera. A los pies de un grupo de contenedores yacía una figura desmadejada. Por un momento, uno habría podido pensar que se trataba de un ser humano al que le habían arrebatado la vida. Pero en realidad, se trataba de un diplodocus. Y es que a los ojos de los gusanos ciegos, todas las criaturas son parecidas.

Comenzó a caer entonces una fina llovizna, acompañada de relampagueos lejanos. Se acerca el invierno, pensó la lenteja, al tiempo que dedicaba a cámara una mirada cargada de rimmel robbeniesco.

Y entonces apareció él. Gustavo Felipe el decimonónico, el saltamontes más famoso que nunca ha pisado una plantación de melones. Sonrío a la lenteja y dijo:

-Yo ya he estado aquí antes. Y tú me mataste.

La lenteja se estremeció. Era consciente de que el plan había fracasado, de que Eleuterio no estaría esperándolo en la siguiente bocacalle, con su libro de programación en la mano.
Suspiró, como solo las lentejas saben hacerlo, exhalando hierro y vitaminas. Y entonces, mutó en queroseno.

La lluvia empezó a golpear el suelo con fuerza, mientras el saltamontes se ajustaba las botas altas de pelo. Esta vez no había podido atraparlo... pero habría una futura ocasión... pronto, muy pronto.