Érase una vez un picaporte sobredimensionado llamado Thomas. Tenía un apartamento en la zona norte de la ciudad, junto al puente que conectaba con el otro lado de la bahía. El alquiler era alto, pero merecía la pena. De otro modo, no habría podido contemplar desde la ventana cómo los abejarucos picoteaban a los niños hasta acabar con ellos.
Thomas tenía amigos. Un gato pardo llamado Frank y una escalera de mano de acero inoxidable a la que sus padres nunca llegaron a bautizar. Los tres pasaban interesante veladas conversando sobre el coleccionismo de tapones de corcho y sobre el cambio climático en la luna.
Una mañana, un inspector de policía llamó a la puerta. Pero no a la puerta de Thomas, sino a la puerta de otra casa que no tiene nada que ver con nuestra historia. No es relevante para la narración, pero tampoco lo es que los días sean soleados o que sople una ligera brisa. Y en todas las novelas nos cuentan esos detalles. Como si nos fuese a importar... yo quiero saber quién mató al abrelatas. El tiempo es secundario, salvo que haya tormenta con rayos que impacten en la gente. O tornados. A Thomas una vez lo sorprendió un tornado mientras trataba de escabullirse sin pagar de un restaurante tailandés. Gracias a ello consiguió llegar a su casa rápidamente y sin tener que pagar un taxi.
El caso es que... Thomas no es nuestro protagonista. De hecho, ni siquiera existe. Todo lo escrito anteriormente es el sueño que estaba teniendo nuestro verdadero protagonista. Charlie, una aceituna rellena que se dedicaba al tráfico de escuadras y cartabones.
¿Por qué soñaba Charlie con estas cosas? ¿Tendría algo que ver el hecho de que estuviesen liquidando una relojería de la calle contigua? ¿O estaba la subida de la gasolina tras ello? ¿Y qué hay del disecador profesional de suspensos?
Preguntas sin respuesta. Al menos hasta el próximo capítulo: Horizontes desangelados en una loma autista.
1 comentario:
Charlie tenía traumas, simplemente eso.
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