viernes, 21 de marzo de 2014

Rigoberto se fue a la playa

Las olas se precipitaban contra las rocas, estrellándose en espuma, sal y serpentinas obstinadas de color azul.  Podrían haberse estrellado también contra Rigoberto, pero para ello habría sido necesario que Rigoberto tuviese un cuerpo tangible en lugar de una esencia con aroma a vainilla.

Rigoberto era joven. Y viejo. Era una de esas personas inestables que no se deciden a ser o a no ser. Como las mandarinas turcas.

En el pasado, había gobernado en un pequeño reino, de tres metros cuadrados. Pero hacía ya mucho tiempo de aquello. Ahora ya no portaba corona alguna, se había vuelto humilde. Hasta se permitía caminar descalzo en playas como aquella. Quizás porque tenía cuatro pies, y eso siempre es muy práctico para desplazarse sobre la arena inestable y levemente rojiza.

Un barco navegaba tranquilamente, a lo lejos, mecido por el viento. Era un barco fantasma. A pocos metros de distancia, lo seguía otro barco, este completamente real. Normal, vulgar, de madera poco noble. Pero algún día podría ser también un barco fantasma y lucir velas espectrales. Era uno de sus sueños más ansiados, sueños de barco aventurero, que no pierde la esperanza.

Rigoberto sabía mucho sobre esperanza. Tuvo una tía segunda con ese nombre. También tuvo esperanzas propiamente dichas. Unas tres o cuatro, lo cual no está mal para una vida como la suya. La mayor de todas ellas era la de mutar en estafilococo. Pero posiblemente tuviese que dejar aparcado el sueño para una próxima reencarnación. Aunque renacer bajo la forma de roca calcárea tampoco le parecía mal.

En cualquier caso, era ya tarde. El sol se ocultaba perezosamente tras el horizonte, tiñendo las aguas de colores que dañaban la vista de sus ojos cansados. Decidió que iba siendo hora de comprar unos nuevos.
Con este pensamiento en mente, dio media vuelta. Y se largó. Como se largan aquellos que nunca han vivido en gallineros del sur de Europa.

No hay comentarios: